Scherzo – ‘Tránsito’, la ópera: sueño, ensueño, pesadilla

Madrid. Naves del Matadero (Sala Fernando Arrabal). 29-V-2021. Jesús Torres: Tránsito. Libreto basado en una pieza de Max Aub. Isaac Galán (barítono), Emilio. María Miró (soprano), Cruz. Anna Brull (mezzosoprano), Tránsito. Javier Franco (barítono), Alfredo. Pablo García López (tenor), Pedro. Miembros de la Orquesta Titular del Teatro Real. Director musical: Jordi Francés. Director de escena: Eduardo Vasco. Escenógrafa: Carolina González. Figurinista: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Angel Camacho. Ayudante de dirección: José Luis Massó.

Por Santiago Martín Bermúdez

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La reseña de Tránsito, ópera de Jesús Torres, requeriría una primera inmersión en el mundo de Max Aub. Lo vamos a hacer al revés. Primero, lo que vimos en el estreno de Tránsito. Después, en entregas posteriores, la figura de Max Aub, que crece con el tiempo y pese a la losa del olvido con que se cubrió a todos los desterrados; eso sí, se le recupera con lentitud. Al menos, hoy tiene una calle en Madrid, la misma que honró a uno de los traidores a su patria durante décadas. Adelantemos: Tránsito es uno de los textos breves de los trasterrados. Emilio, desde el exilio mexicano, sueña con su patria, habla con ella, la imagina, y esa patria es su mujer, Cruz. A partir de ese texto elabora Torres su libreto, y el resultado es una ópera bella, intensa, todo un hallazgo sonoro y teatral.

La riqueza tímbrica de Tránsito domina toda la dramaturgia de la obra, y eso con menos de veinte músicos (que repiten instrumentos, claro, en especial los percusionistas). Es música que en determinado momento puede recordar a John Adams (la escena entre Emilio y Alfredo cuando éste quiere regresar a España desde el exilio), y oigo alguna opinión no opuesta, sino complementaria, la de que recuerda a Bernard Herrmann en alguna de sus partituras para Hitchcock. No se trata de mímesis, ni mucho menos, aunque mimetizar compositores así ya tendría su propio mérito. Es un uso del minimal, en un caso, sin llegar a la exageración de Glass; sería un uso de la música incidental para cine, en el otro. Compositor es aquel que tiene maestros, y creo que es el caso de Torres, que sin duda ha elegido los suyos; no del que tiene falsilla, cosa que queda para la vanguardia, grupo que se creyó un día vencedor de (en) la historia. La discusión de hace algunos años, sobre la presencia o ausencia de tonalidad, referencias tonales, acordes tonales… todo eso carece de ahora, aunque fue centro de las ideologías de la vanguardia que tomó por asalto varias radios, unas cuantas instituciones, orquestas y festivales. Ideología: falsa conciencia de la realidad justificadora de situaciones de (pre) dominio (versión blanda y resumida de la definición marxista del concepto). La tonalidad está ahí, pero no manda, ni lo pretende. Aunque sí hay una referencia tonal descendente, como nos ha hecho notar Téllez, entre cuadro y cuadro, de una a otra de esas doce situaciones, o instantes.

Si la orquestación de Tránsito es magistral, la prosodia del canto es espléndida. Estamos acostumbrados, en un idioma que todavía no se ha impuesto en lo operístico, a que nuestros compositores apenas dominen la línea de canto, a que (perdonen la insistencia) hagan cantar en blancas y negras a los personajes porque no saben componer algo tan simple como una canción de concierto. Torres sí sabe componer para la voz. Lo que ocurre con la línea de canto de Tránsito es que se mantiene en una rigidez que en ocasiones lleva a la monotonía. Como si –pongamos– a la Euridice de Peri o Caccini no le hubiera sobrepasado L’Orfeo de Monteverdi, y que este excelente músico que es Jesús Torres me disculpe por la venerable lejanía del apólogo. La orquesta se impone en los breves e intensos interludios en los que el discurso y el color cambian por completo (como si cada uno respondiera a una escuela distinta, una estética diferente), y acaso  condicionan las situaciones, las matizan, les ajustan un sentido que no es el literal de las palabras.

Un texto teatralmente muy breve, cinco personajes, dieciocho músicos. El público, en las gradas de la sala Arrabal; la orquesta, en primer plano, a todo lo ancho de lo que hubiera sido la parte inferior del escenario, puesto que no hay foso, sino conjunto a la vista; con los percusionistas en los extremos. Atrás, en un plano superior, la plataforma en que tienen lugar las situaciones y el canto. El espacio escénico de Carolina González es sobrio, muy apropiado para definir los dos espacios de la acción, la realidad y el ensueño, izquierda y derecha, sin más elementos de atrezo que la cama, signo de lo conyugal en el exilio, o la muy alegórica maleta. Aquella cama se presenta contraria al vacío del ámbito de la mujer de negro, la esposa que quedó en el país ocupado, la imagen que no se disipa jamás en el discurso de Emilio. La dirección de escena de Eduardo Vasco es tal vez la que marca esa sobriedad, la que deja campo a la actuación por encima de las imágenes, puesto que la dramaturgia musical ya las tiene en abundancia. Una dirección que ayuda a la obra, le da sentido visual y escénico, la potencia con apuntes claros que no tratan de hacerse notar.

El reparto ha resultado ser una conjunción feliz de voces e intérpretes que están al nivel de lo que exige esta ópera de ellos.  Isaac Galán construye un personaje convincente, algo apagado tal vez, con unos medios limitados pero administrados con sabiduría. María Miró muestra el lado dramático más alto de la acción con unos recursos vocales excelentes y una dimensión histriónica muy medida. La mezzo Anna Brull, en el papel que da lugar al ambiguo título, administra espléndidamente su presencia y sus prolongados silencios, y esos silencios tienen sentido dramático, puesto que ese papel escrito en 1947 no será tránsito, sino destino, y hoy lo sabemos, y lo saben Torres, Vasco y Anna. Muy aceptables, aunque algo bisoños, Pablo García López y Javier Franco. Una auténtica proeza la de Jordi Francés en la coordinación, unión, concertación y todo lo que pueda decirse de una dirección orquestal que requiere mucho detalle y mucho sentido.

El estreno fue un éxito rotundo, y eso se notó a pesar del entusiasta griterío de los allegados, muy legítimo, aunque te pueda equivocar. Es un éxito merecido, que esperamos que continúe en los días siguientes. Es una ópera que tiene que presentarse en otras ciudades y países. Ha funcionado, pues, esta coproducción entre el Teatro Real y el Teatro Español. La apuesta por la creatividad contemporánea requiere de obras como Tránsito, que es experimento y es realidad; no siempre ocurre lo mismo.

Ópera Actual – ‘Tránsito’, o el infierno en el exilio

 

Por José María Marco

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Desde hace muchos años, Jesús Torres, compositor conocido y de bien ganado prestigio, venía dándole vueltas a la composición de una ópera. Por fin le ha llegado la oportunidad, de la mano del Teatro Real, promotor de la nueva obra, y con la inspiración de una breve pieza teatral de Max Aub escrita en México en 1944. Aub escribió mucho sobre el exilio republicano de posguerra, y Tránsito es una de sus obras más concisas y acabadas, resumen perfecto de una situación infernal.

«El barítono Javier Franco, que supo dar vida con una voz empastada y de hermoso color a un personaje roto, y el tenor Pablo García López, muy justo en su breve y crucial papel»

Durante una noche de insomnio el público asiste al diálogo onírico que mantiene Emilio, el protagonista, con Cruz, la esposa que ha dejado en España, siendo también testigo de su relación con Tránsito, su amante de ultramar, insatisfactoria y claustrofóbica, y de una breve e intensa escena («instantes», los llama Torres, siguiendo a Max Aub) con otro exiliado a punto de volverse a España, descorazonado por la falta de perspectivas del exilio. En otro «instante», casi el último, aparece Pedro, hijo de Emilio, que sigue luchando en el maquis y del que no se sabe si ha caído o sigue en la brecha. Jesús Torres, evidentemente fascinado por este microdrama de extrema concentración emocional y evocadora, ha escrito una música extraordinaria cuyo gran protagonista es una orquesta de cámara de 18 instrumentos, entre ellos tres percusionistas, saxofón, acordeón y piano.

La plantilla reducida permite una gran transparencia, muy camerística, pero también aires nada impostados de sinfonismo, tanto en los números puramente orquestales (preludio y final, además de cuatro interludios muy hermosos), como en las escenas cantadas, por ejemplo, en el alucinante tempo de la discusión ente Emilio y Alfredo, el compatriota a punto de tirar la toalla. La partitura, de una extraordinaria riqueza tímbrica, toma pie de una tonalidad abierta para desarrollar modos que no llegan nunca a la atonalidad completa y oscilan con absoluta libertad y, al tiempo, con consistencia expresiva y dramatúrgica. Muy bien lograda la línea vocal, que permite una inteligibilidad completa.

En una puesta en escena funcional, en blanco y negro, pero muy efectiva y con un excelente juego de actores –todo a cargo de Eduardo Vasco– cumplieron con su cometido los cinco cantantes. El barítono Isaac Galán, elegante y contenido, con alguna difícil subida al agudo; la mezzosoprano Anna Brull (Tránsito), con un papel ingrato; la soprano María Miró, que pudo lucir belleza tímbrica, amplitud de registro y expresividad como Cruz, la esposa española; el también barítono Javier Franco, que supo dar vida con una voz empastada y de hermoso color a un personaje roto, y el tenor Pablo García López, muy justo en su breve y crucial papel.

Fabulosos los maestros de la Orquesta Titular del Teatro Real, a los que se le pedía un sonido transparente a veces y otras casi expresionista, todos bajo la dirección sin fallos, meticulosa e inspirada de Jordi Francés

Beckmesser – Tránsito. La vigila de la renuncia

Torres: Tránsito. Isaac Galán, María Miró, Anna Brull, Javier Franco Pablo García-LópezOrquesta Titular del Teatro Real. Dirección de escena: Eduardo Vasco. Dirección musical: Jordi Francés. 1 de junio 

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El formato de la ópera de cámara es uno de los refugios más interesantes de las últimas décadas. Sus dimensiones discretas incluyen un mayor espacio para la libertad de concepto a la vez que la cercanía permite un brindis a la intimidad, una intimidad no entendida desde la belleza sino como la posibilidad de asomarse a los infiernos propios de Sartre apenas salvaguardados por una barandilla.

Tránsito, de Jesús Torres, se basa en el original homónimo de Max Aub, y como cualquiera de sus textos apunta a muchos lugares con independencia de la fecha y lugar originales, y ninguno de ellos es cómodo para el espectador. Ocurre, en cierta manera, como con la Salomé de Wilde, que presenta lo monstruoso aunque en este caso de manera más cotidiana, presenciando una especie de vigilia de la renuncia narrada con sensibilidad y amor a lo complejo, sustentado por la noche en vela de Emilio, exiliado español en México que mantiene conversaciones reales e imaginarias con la mujer de su presente (Tránsito) y la de su pasado (Cruz). En ese marco Aub reflexiona sobre el coste y la conciencia del abandono, la certeza del desarraigo o la angustia de una paternidad fantasmal. Pero, por otro lado, Tránsito también es una de las primeras hijas del confinamiento (parte fundamental de la partitura de Torres salió de ahí), y la angustia lo sobrevuela todo de manera lúcida, como si se trataran de los techos agónicamente bajos que Orson Welles colocó a Anthony Perkins en su versión de El proceso de Kafka.

La partitura de Jesús Torres es extraordinaria en su hilo narrativo y en su multiplicidad referencial. Encontramos la disolución lírica del último Puccini, la de los últimos días de la inacabada Turandot. Un lirismo afilado, negro si se quiere, que mira a la noche del amor, no a su mediodía. Pero en las esquinas de la partitura aparecen Falla y sus procedimientos de refundación del folclore español, tal vez no es un patrón motívico concreto pero sí en su atmósfera. Y también los platos frotados que popularizara Howard Shore o la angustia percutida de Jerry Goldsmith. Nada de ello citado explícitamente, pero todo presente y sin menoscabo de la voz propia de Torres que se nutre de la realidad musical de todo tiempo y con un tratamiento vocal que abarca tres siglos. La tímbrica es privilegiada, sin hacer del desasosiego su única máxima pero con un uso muy inteligente de los registros extremos de los instrumentos.   

Jordi Francés es el director ideal para una partitura de estas características, con gesto claro y capacidad para el matiz sonoro y la construcción de atmósferas a largo plazo. Supo centrar el discurso hacia lo teatral y acometer una versión más hedonista en lo tímbrico en los interludios instrumentalesEl reparto se ajustó de manera precisa a lo pretendido, destacando la dramaturgia verosímil de Isaac Galán y el canto lírico y descarnado de la Cruz de María Miró

CODALARIO – Jordi Francés en el ciclo «Descubre» de la Orquesta y Coro Nacionales de España

Madrid. 11-X-2020. Auditorio Nacional de Música [sala Sinfónica]. Franz Schrecker: Sinfonía de cámara: Shostakóvich: Sinfonía de cámara op. 110 a [orquestación del cuarteto de cuerda nº 8 en do menor] Orquesta Nacional de España. Jordi Francés [Director].

Por Francisco Zea Vaquero

Una nueva iniciativa de la Nacional comienza hoy para esta temporada, que sirve de contrapeso a la nueva programación oficial de la orquesta, recién iniciada de forma brillante con variedad de figuras reconocidas del panorama musical, y con la lógica contribución de la entidad al 250º aniversario de Beethoven, tan necesaria ahora mismo, en el dramático año que vivimos.

   Sin embargo, la cita de hoy estaba motivada por un nuevo proyecto de los responsables de programación de la OCNE. Se trata del así llamado «Descubre…/ conozcamos los nombres», una iniciativa que, en principio, nos va a dar a conocer a jóvenes directores españoles prometedores o, en algún caso, ya consagrados, como el invitado de hoy: Jordi Francés. Por otro lado, parece que el proyecto viene con la intención de difundir obras poco interpretadas en España, al tiempo que compositores casi desconocidos, o muy poco explorados. Una sugestión, en general para la filarmonía madrileña, y una alegría en particular, dedicada a los aficionados que prefieren experimentar conociendo nuevo repertorio, a los inquietos, los que no se conforman con los programas trillados de siempre.

El joven maestro que hoy nos visita, ya es un conocido de la orquesta que ha cosechado buenas prestaciones con nuestros profesores, y que aporta enorme conocimiento de la música contemporánea y de la programación musical actual; como nos explica el virtual programa de mano sobre sus investigaciones musicológicas. En esta selección tan original y novedosa, que hemos disfrutado, tiene una gran parte del éxito el director de esta mañana. Una de las pocas obras que se programan del visionario compositor escénico austríaco Franz Schrecker, y la infrecuente, Sinfonía de cámara, op. 110 a del ya mítico y popular compositor ruso Dimitry Shostakovich. Brava propuesta, sin lugar a dudas que, por desgracia, y por el maldito virus con que convivimos, no cosechó más de un tercio de entrada en el auditorio nacional de Madrid en la única convocatoria de domingo matinal.

   La interpretación estaría preludiada, se avisaba en el programa, por charlas introductorias de diez minutos cada una, que luego se extendieron hasta quince por cada obra. Siempre es atractiva la labor de divulgación o «facilitación» musical, y tentadora la del protagonismo pedagógico al ilustrar con ejemplos sonoros a un nuevo auditorio poco experimentado, teniendo además toda una orquesta sinfónica a disposición. No obstante, el hecho musical del concierto, el espacio de la interpretación de las obras, el sacro momento de darlas a conocer al público no creo que deba servir para adornarse demasiado mientras la mayoría espera que comience el concierto.

   La escucha y disfrute de una obra musical es un momento privado, y en algunos casos, como el de los elegidos 400 espectadores de hoy, de concentración y placer personal, sin directrices excesivas, distracciones pictóricas de obras maestras, o interpretaciones profusas que serían irritantes para muchos compositores. No hacen falta tantos tutores, ni guías: tanto la creación musical como su conexión hacia el público son un acto privado, íntimo y de libertad personal tanto de unos como de otros. En la mayoría de los grandes auditorios y teatros europeos, estas labores de difusión se llevan cabo con breves conferencias previas, documentos que complementen y amplíen las notas al programa, o fugaces presentaciones si ello es imprescindible, ante ciertas obras muy complejas. Pero, sobre todo, respetando y manteniendo intacto el fenómeno musical de otras cuestiones que puedan distraer al oyente, por bellas o sugerentes que estas sean. No es lo mismo una partitura plagada de indicaciones subjetivas y sugerentes que música programática con lecturas y significados insertos en el propio discurso musical. Dicho esto, vaya por delante que la musicóloga, doctorando y divulgadora Eva Sandoval, voz emergente en Radio Clásica, desempeñó su papel con cercanía, implicación, y profesionalidad, aunque quizás en algún momento pisara terrenos pantanosos. Como, por ejemplo, la densa interpretación programática de esta obra de Schrecker, [de la Juventud, fiesta campesina, de la magia, etc…] que más pareciera de Paul Hindemith o Héctor Berlioz, que la del misterioso y metafórico operista contemporáneo de los doctores Mahler y Strauss.

Esta sinfonía en un solo movimiento, como reza la 1ª Edición de 1916, nos muestra toda esa paleta cromática y expresiva propia de la época, con una partitura plagada de matices interpretativos, pero sin un programa concreto, es un secreto que Schrecker no nos revela, sino que deja abierto a la de facultad interpretativa de los músicos o la fantasía privada del escuchante. La interpretación de la Kammersinfonie fue de tempo amplio sin urgencias, como debe ser, en materia sonora de tal calidad. Por ejemplo, en el Lentamente flotando del comienzo fue clara y manifiesta la intención de extraer toda la belleza del material para crear el clima armónico, firma del universo sonoro personal del compositor austríaco. La respuesta orquestal fue excelente desde el punto de vista técnico y del estilo, la exposición de motivos clara y bella siempre en cuanto a sustento sonoro [no faltaron los brillantes intervenciones de los solistas de viento y percusión].

   Por otro lado, parece posible en un compositor tan difícil y exigente en el campo expresivo, tan poco interpretado en España, quedarse técnica y emocionalmente cortos. Se pudo mejorar el obligado preciosismo sonoro requerido en esta época, y a veces el vibrato resultaba un poco escaso ante las complejas gradaciones y tensiones sostenidas, especialmente en la coda. Por último, en el plano expresivo conviene reforzar algunos silencios poco respirados, intentando hacer mejores transiciones, cómo en la suerte de trio del Scherzo, que finalmente no es tal. Nada es lo que parece en la milagrosa música de aquel primer tercio del siglo; todos los estilos artísticos se estaban reelaborando y fundiendo año tras año, las convulsiones musicales fueron grandes y los estrenos se contaban por escándalos. Todo esfuerzo musical para alcanzar el nivel cultural y estético de aquella época dorada es siempre poco, pero la Orquesta Nacional lo hizo bastante bien, estando a la altura de la obra en su conjunto.

   Tres obsesiones abrumaron a Shostakovich al regreso de su viaje a Dresde en 1960 para la colaboración musical en una película alemana, que al final le resbaló por completo. De una forma evidente la sensación de espanto y dolor ante las consecuencias de la guerra, más allá de los sufrimientos vividos en carne propia en su Leningrado natal. Por otro lado, la necesidad de protesta del ser humano por todos los años vividos en ominoso silencio tras su caída en desgracia, depuración posterior y aislamiento sufrido desde mediados de los años treinta hasta la muerte del tirano. Por último, sentía un deseo irrefrenable de alzar la voz, de reivindicarse por él mismo, y por todos los Dmitry Dmitrievich laminados por el régimen, y en especial por la cruel y estúpida Unión de compositores. En cierta manera, ya había practicado esta disidencia interior contra el sistema totalitario en el que sobrevivía artísticamente hablando, con sus sinfonías 10ª y 11ª. Había tenido que escribir tanto «para el cajón», como él solía decir, que era el momento de sacar toda su artillería camerística. En particular, con la forma más perseguida y odiada por los burócratas y komisariats: el cuarteto de cuerdas. Y lo hizo en la señera tonalidad de Do menor, para citar o autocitar todo aquello que debía ser dicho, e incluso gritado (el retrato musical del compositor, el recuerdo de la persecución a los judíos, la memoria de las obras prohibidas, el horror, … ¡el horror!) Shostakovich concluyó en tres infatigables días el que para la inmensa mayoría es su mejor cuarteto, una consumada obra maestra hecha de sangre, sudor y lágrimas.

Pero al fin esta forma musical pura, o la subsiguiente orquestación del alumno y amigo Rudolf Barshai, permite aislarse de todo y hacer la música tal y cómo está escrita sin más obligaciones ni directrices, salvo las de la partitura (muchas veces los más famosos compositores han renegado de cualquier clasificación o encasillamiento, por pura libertad personal y derecho de autor). Jordi Francés y las cuerdas de la orquesta trabajaron duro para alcanzar ese sonido impresionante que Shostakovich le puso a su obra maestra: sí, sonó; potente, intenso, timbrado y con dinámicas suficientes para la enorme expresividad requerida, con muy pocas objeciones técnicas a la difícil tarea de estilo. Hay que reconocer el gran trabajo de progresión realizado por el nuevo concertino Miguel Colom, liderando ya con autoridad en un día de compromiso artístico para su cuerda. Quizás habría que desgarrar más en el tema judío, se resintieron un poco las líneas del refinado vals con peor pasta sonora cuando los arcos estaban arriba ¿Habría sido necesario definir aún más en los bestiales acordes, llamadas de muerte que inauguran el largo en Do menor, corazón y drama interior de la obra? así como fue injusto que las hermosas violas por su posición en estas formaciones de la nueva era COVID quedaran desnudas, y casi sin empaste en la bellísima y lacerante cita de Lady Macbeth de Mtsensk. Si bien en los staccatti se puede mejorar, en el legato estuvieron soberbios nuestros músicos, especialmente en el largo final y en la coda concretamente con un estremecedor cono de diminuendo a pp morendo.

   En resumen, un buen concierto de Jordi Francés y sus valientes de la Orquesta Nacional de España, audaz y selecto de programación que alegró a los hambrientos de repertorio y hastiados de rutina, pero que habrá que aligerar el modelo para dejar al espectador su espacio en el concierto, en su mayoría de edad intelectual, sin amontonar referencias culturales, que, además de lo dicho, pueden perder así su enorme significado.

Bachtrack – Ventanas que consuelan y reconfortan: la Orquesta de Valencia despliega su sonoridad en el Ensems

25/9/2020: Ligeti, Melodien – Fontcuberta, Finestres (Concierto para piano y orquesta) – Bartók, Concierto para orquesta, Sz 116. Orquesta de Valencia – Carlos Apellániz, Piano – Jordi Francés, Director

Por Daniel Martínez Babiloni

El poeta Constantino Cavafis dejó escrito que, tras un periodo de oscuridad, “cuando una ventana se abra será un consuelo”, aun a pesar de no saber con certeza qué podrá aparecer detrás. De este modo, la 42 edición del Festival Ensems (adaptada) se ha convertido en un ventanal polícromo a través del cual escapar de los “días opresivos”, causados por la crisis sanitaria. Bajo el lema “Hibridaciones” da cobijo a talleres didácticos, propuestas de arte sonoro, artes escénicas, música de cámara, música de banda y sinfónica, casi en su totalidad de creación reciente. Y cuando las obras son anteriores, se confrontan con las actuales de tal manera que se establece un diálogo, como es el caso, enriquecedor.

Dentro de Ensems, es habitual que la Orquesta de Valencia ocupe una de las veladas, con un programa en el que la contemporaneidad, las más de las veces, se ha disimulado entre páginas modernistas, incluso románticas, más del gusto de sus abonados. En esta ocasión no sucedió así y se agradece que con la terna de compositores elegidos se pudiera evocar, por ejemplo, el acervo cultural común de Béla Bartók y György Ligeti, y la prolongación del interés de este último por especular con el sonido en la forma cómo lo hace el valenciano Carlos Fontcuberta. Todo ello concertado por Jordi Francés, de gesto claro y preciso y refinado gusto para desentrañar los recovecos de este repertorio.

Así, el aparente desorden que Ligeti introdujo en Melodien, en la que los solistas parecen entablar un diálogo en el que todos se atropellan y nadie se escucha sobre densas capas armónicas microtonales, resultó controlado, proporcionado e inteligible. Después, estas masas sonoras y el oleaje que se forma en algunos pasajes tuvieron correspondencia en Finestres. Concierto para piano y orquesta, de Fontcuberta. Un músico formado en París, de escuela espectralista, que no por ello reniega de otras herencias.

Finestres (ventanas) se convirtió, sin pretenderlo, en un símbolo de todos esos vanos a los que nos asomamos durante el confinamiento. Cada uno de sus cuatro movimientos recurre a un gesto sonoro diferenciado y se interpretan enlazados por tres breves paréntesis, a modo de velados visillos. “Marina” es una impresión pictórica de inconfundible sabor galo. El solista emerge tras el denso oleaje que da forma a la introducción. “Celeste” es un breve cúmulo de timbres pequeños, puntuales y delicados. “Onírica” tiene cierta flacidez surrealista, generada por soplidos, reverberaciones, efectos en el oboe y un interminable bucle descendente en el solista.

Por último, “Metropolitana” representa la agitación urbana asociada al jazz y a la acumulación de chispeantes citas de otros conciertos para piano (de las más audibles fueron las correspondientes al Tercero de Prokófiev y al Concierto en sol de Ravel), de anuncios publicitarios, la recreación del paisaje sonoro de una estación de tren e incluso la aparición de un guiño irónico a la señal de aviso de inicio de concierto del Palau de la Música, cerrado por obras desde 2019. En esta obra, Jordi Francés consiguió el equilibrio necesario entre sonido y ruido para alcanzar cada una de esas atmósferas. La orquesta estuvo atenta y detallista en la copiosa paleta que se le solicita. Y, por su parte, Carlos Apellániz fluctuó con fruición y facilidad entre preciosos momentos de quietud contemplativa y el vibrante virtuosismo del final.

De alguna manera, Béla Bartók, también se asomó a algunas ventanas en su Concierto para orquesta; unas, de calado introspectivo y otras de añoranza. Cuando lo compuso era un “refugiado no voluntario” en Estados Unidos, ahuyentado por el fascismo, y ya estaba ajado por la leucemia. En manos de Francés y la Orquesta de Valencia resultó una página de contrastes bien definidos. Las amenazadoras referencias iniciales a la nocturnidad de El Castillo del duque Barbazul fueron compensadas por el humorismo y la amabilidad del “Intermezzo interrotto” y la gracia en hacer bailar a los ritmos rotos propios del folclore húngaro. En el “Giuoco delle copie” llamó la atención el interés del director en realzar los contrapuntos de las cuerdas a cada intervención solista. En “Elegía” sonaron carnosos los violines y redonda la canción húngara. En todos los solistas se vio gusto y musicalidad, y, tal vez fuera el cansancio (el protocolo sanitario no permitió hacer descanso) o la dificultad del “Finale”, pero fue aquí donde más titubeos se produjeron. No obstante, no impidieron que saliéramos reconfortados.

Scherzo – Pinturas bien coloreadas

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Madrid. Auditorio Nacional. 27-I-2020.  Joan Enric Lluna, clarinete. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director: Jordi Francés. Obras de Bartók, Torres y Shostakovich.

Por Arturo Reverter

El interés se centraba especialmente en el estreno del Concierto para clarinete de Jesús Torres, compositor un poco de vuelta de muchas cosas, dotado ya de una gramática muy propia, de un conocimiento y de una soltura de trazo de notable firmeza, claridad y solvencia. Sabe manejar acordes, variar texturas, enhebrar de forma coherente un discurso ameno y fluido. Aspectos que hemos podido reconocer en esta composición, en la que ha brillado la técnica limpia, sobria, equilibrada, bien matizada de Lluna, que ha sabido seguir con fantasía las propuestas de la mano creadora.

Son tres los movimientos, en una estructura de corte tradicional. El Allegro elettrico, tras un arranque súbito, deja paso inmediatamente al solista para que comience a dibujar fructuosos pasajes cadenciales. La tesitura tira hacia arriba y aparecen los glisandi. Sentimos lo acuciante de un discurso de impulso ‘motórico’ en el que no faltan las disonancias estratégicas. La calma llega poco antes de la cadencia resumidora. Se agita luego el discurso con trinos y ondulaciones variados y ágiles diseños. El Andante sinuoso expone una melodía bien conformada, larga, sobre la línea acolchada del tutti. Pintura etérea a la acuarela, revestida de leves resplandores. El clarinete se pierde en un acogedor silencio.

Con el Presto vibrante entramos en un desbordante movimiento que nos llega a ráfagas, con abundantes contratiempos y pasajes danzables animados por la dulce voz del solista, que participa activamente en el tourbillon final, en el que surgen pizzicati e imitaciones. Un brutal acellerando remata la amena partitura, que fue tocada magistralmente por ese virtuoso, de tan bello y cálido sonido, que es Lluna, acompañado con escrupulosidad por la fina batuta de Jordi Francés, un director a seguir, sobre todo en el repertorio del siglo XX y XXI, y que ha sido asistente a veces de relevantes batutas.

Él maneja la suya con seguridad, aplomo y soltura, cuadrando bien los gestos y batiendo con claridad y presteza más que con elegancia. Pero es muy eficaz, como pudo demostrar enseguida con una versión muy en su punto, irónica en ocasiones, rememorativa en otras, bien cuidada en los timbres y cantada convenientemente en los pasajes melódicos, incluidos aquellos en los que el compositor emplea citas rossinianas y wagnerianas, de la Sinfonía nº 15 de Shostakovich. Francés supo inaugurar la obra con finura arropando bien a la flauta y dando cauce a la progresiva incorporación del tutti. Se acertó, con la buena colaboración de la dispuesta agrupación comunitaria, a dotar de espumosidad a tantos pasajes de corte bien humorado.

Solemnes y afinados metales, quejumbroso chelo solista (bien Stockes) abrieron el Adagio, en el que la batuta, a veces bailona, supo imprimir el necesario aire de contrastante desolación, y donde comunicó la precisa energía que debe revestir cada una de las habituales expansiones marca de la pluma del creador ruso. Aire fúnebre en recuerdo de tantas otras obras salidas e su mano. Mucho humor del bueno en el restallante Allegretto y excelente proceso, con buen trabajo de la materia, de la lenta ascensión. No se disimuló, afortunadamente, lo corrosivo de las disonancias. Adecuado, delicado y evanescente cierre.

Unas bien aireadas Danzas campesinas del siempre estimulante Bartók folkórico nos hicieron ver la marcha, con baile incorporado, de Francés, que supo subrayar el lado más rústico de las piezas.

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