Scherzo – ‘Tránsito’, la ópera: sueño, ensueño, pesadilla

Madrid. Naves del Matadero (Sala Fernando Arrabal). 29-V-2021. Jesús Torres: Tránsito. Libreto basado en una pieza de Max Aub. Isaac Galán (barítono), Emilio. María Miró (soprano), Cruz. Anna Brull (mezzosoprano), Tránsito. Javier Franco (barítono), Alfredo. Pablo García López (tenor), Pedro. Miembros de la Orquesta Titular del Teatro Real. Director musical: Jordi Francés. Director de escena: Eduardo Vasco. Escenógrafa: Carolina González. Figurinista: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Angel Camacho. Ayudante de dirección: José Luis Massó.

Por Santiago Martín Bermúdez

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La reseña de Tránsito, ópera de Jesús Torres, requeriría una primera inmersión en el mundo de Max Aub. Lo vamos a hacer al revés. Primero, lo que vimos en el estreno de Tránsito. Después, en entregas posteriores, la figura de Max Aub, que crece con el tiempo y pese a la losa del olvido con que se cubrió a todos los desterrados; eso sí, se le recupera con lentitud. Al menos, hoy tiene una calle en Madrid, la misma que honró a uno de los traidores a su patria durante décadas. Adelantemos: Tránsito es uno de los textos breves de los trasterrados. Emilio, desde el exilio mexicano, sueña con su patria, habla con ella, la imagina, y esa patria es su mujer, Cruz. A partir de ese texto elabora Torres su libreto, y el resultado es una ópera bella, intensa, todo un hallazgo sonoro y teatral.

La riqueza tímbrica de Tránsito domina toda la dramaturgia de la obra, y eso con menos de veinte músicos (que repiten instrumentos, claro, en especial los percusionistas). Es música que en determinado momento puede recordar a John Adams (la escena entre Emilio y Alfredo cuando éste quiere regresar a España desde el exilio), y oigo alguna opinión no opuesta, sino complementaria, la de que recuerda a Bernard Herrmann en alguna de sus partituras para Hitchcock. No se trata de mímesis, ni mucho menos, aunque mimetizar compositores así ya tendría su propio mérito. Es un uso del minimal, en un caso, sin llegar a la exageración de Glass; sería un uso de la música incidental para cine, en el otro. Compositor es aquel que tiene maestros, y creo que es el caso de Torres, que sin duda ha elegido los suyos; no del que tiene falsilla, cosa que queda para la vanguardia, grupo que se creyó un día vencedor de (en) la historia. La discusión de hace algunos años, sobre la presencia o ausencia de tonalidad, referencias tonales, acordes tonales… todo eso carece de ahora, aunque fue centro de las ideologías de la vanguardia que tomó por asalto varias radios, unas cuantas instituciones, orquestas y festivales. Ideología: falsa conciencia de la realidad justificadora de situaciones de (pre) dominio (versión blanda y resumida de la definición marxista del concepto). La tonalidad está ahí, pero no manda, ni lo pretende. Aunque sí hay una referencia tonal descendente, como nos ha hecho notar Téllez, entre cuadro y cuadro, de una a otra de esas doce situaciones, o instantes.

Si la orquestación de Tránsito es magistral, la prosodia del canto es espléndida. Estamos acostumbrados, en un idioma que todavía no se ha impuesto en lo operístico, a que nuestros compositores apenas dominen la línea de canto, a que (perdonen la insistencia) hagan cantar en blancas y negras a los personajes porque no saben componer algo tan simple como una canción de concierto. Torres sí sabe componer para la voz. Lo que ocurre con la línea de canto de Tránsito es que se mantiene en una rigidez que en ocasiones lleva a la monotonía. Como si –pongamos– a la Euridice de Peri o Caccini no le hubiera sobrepasado L’Orfeo de Monteverdi, y que este excelente músico que es Jesús Torres me disculpe por la venerable lejanía del apólogo. La orquesta se impone en los breves e intensos interludios en los que el discurso y el color cambian por completo (como si cada uno respondiera a una escuela distinta, una estética diferente), y acaso  condicionan las situaciones, las matizan, les ajustan un sentido que no es el literal de las palabras.

Un texto teatralmente muy breve, cinco personajes, dieciocho músicos. El público, en las gradas de la sala Arrabal; la orquesta, en primer plano, a todo lo ancho de lo que hubiera sido la parte inferior del escenario, puesto que no hay foso, sino conjunto a la vista; con los percusionistas en los extremos. Atrás, en un plano superior, la plataforma en que tienen lugar las situaciones y el canto. El espacio escénico de Carolina González es sobrio, muy apropiado para definir los dos espacios de la acción, la realidad y el ensueño, izquierda y derecha, sin más elementos de atrezo que la cama, signo de lo conyugal en el exilio, o la muy alegórica maleta. Aquella cama se presenta contraria al vacío del ámbito de la mujer de negro, la esposa que quedó en el país ocupado, la imagen que no se disipa jamás en el discurso de Emilio. La dirección de escena de Eduardo Vasco es tal vez la que marca esa sobriedad, la que deja campo a la actuación por encima de las imágenes, puesto que la dramaturgia musical ya las tiene en abundancia. Una dirección que ayuda a la obra, le da sentido visual y escénico, la potencia con apuntes claros que no tratan de hacerse notar.

El reparto ha resultado ser una conjunción feliz de voces e intérpretes que están al nivel de lo que exige esta ópera de ellos.  Isaac Galán construye un personaje convincente, algo apagado tal vez, con unos medios limitados pero administrados con sabiduría. María Miró muestra el lado dramático más alto de la acción con unos recursos vocales excelentes y una dimensión histriónica muy medida. La mezzo Anna Brull, en el papel que da lugar al ambiguo título, administra espléndidamente su presencia y sus prolongados silencios, y esos silencios tienen sentido dramático, puesto que ese papel escrito en 1947 no será tránsito, sino destino, y hoy lo sabemos, y lo saben Torres, Vasco y Anna. Muy aceptables, aunque algo bisoños, Pablo García López y Javier Franco. Una auténtica proeza la de Jordi Francés en la coordinación, unión, concertación y todo lo que pueda decirse de una dirección orquestal que requiere mucho detalle y mucho sentido.

El estreno fue un éxito rotundo, y eso se notó a pesar del entusiasta griterío de los allegados, muy legítimo, aunque te pueda equivocar. Es un éxito merecido, que esperamos que continúe en los días siguientes. Es una ópera que tiene que presentarse en otras ciudades y países. Ha funcionado, pues, esta coproducción entre el Teatro Real y el Teatro Español. La apuesta por la creatividad contemporánea requiere de obras como Tránsito, que es experimento y es realidad; no siempre ocurre lo mismo.

Ópera Actual – ‘Tránsito’, o el infierno en el exilio

 

Por José María Marco

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Desde hace muchos años, Jesús Torres, compositor conocido y de bien ganado prestigio, venía dándole vueltas a la composición de una ópera. Por fin le ha llegado la oportunidad, de la mano del Teatro Real, promotor de la nueva obra, y con la inspiración de una breve pieza teatral de Max Aub escrita en México en 1944. Aub escribió mucho sobre el exilio republicano de posguerra, y Tránsito es una de sus obras más concisas y acabadas, resumen perfecto de una situación infernal.

«El barítono Javier Franco, que supo dar vida con una voz empastada y de hermoso color a un personaje roto, y el tenor Pablo García López, muy justo en su breve y crucial papel»

Durante una noche de insomnio el público asiste al diálogo onírico que mantiene Emilio, el protagonista, con Cruz, la esposa que ha dejado en España, siendo también testigo de su relación con Tránsito, su amante de ultramar, insatisfactoria y claustrofóbica, y de una breve e intensa escena («instantes», los llama Torres, siguiendo a Max Aub) con otro exiliado a punto de volverse a España, descorazonado por la falta de perspectivas del exilio. En otro «instante», casi el último, aparece Pedro, hijo de Emilio, que sigue luchando en el maquis y del que no se sabe si ha caído o sigue en la brecha. Jesús Torres, evidentemente fascinado por este microdrama de extrema concentración emocional y evocadora, ha escrito una música extraordinaria cuyo gran protagonista es una orquesta de cámara de 18 instrumentos, entre ellos tres percusionistas, saxofón, acordeón y piano.

La plantilla reducida permite una gran transparencia, muy camerística, pero también aires nada impostados de sinfonismo, tanto en los números puramente orquestales (preludio y final, además de cuatro interludios muy hermosos), como en las escenas cantadas, por ejemplo, en el alucinante tempo de la discusión ente Emilio y Alfredo, el compatriota a punto de tirar la toalla. La partitura, de una extraordinaria riqueza tímbrica, toma pie de una tonalidad abierta para desarrollar modos que no llegan nunca a la atonalidad completa y oscilan con absoluta libertad y, al tiempo, con consistencia expresiva y dramatúrgica. Muy bien lograda la línea vocal, que permite una inteligibilidad completa.

En una puesta en escena funcional, en blanco y negro, pero muy efectiva y con un excelente juego de actores –todo a cargo de Eduardo Vasco– cumplieron con su cometido los cinco cantantes. El barítono Isaac Galán, elegante y contenido, con alguna difícil subida al agudo; la mezzosoprano Anna Brull (Tránsito), con un papel ingrato; la soprano María Miró, que pudo lucir belleza tímbrica, amplitud de registro y expresividad como Cruz, la esposa española; el también barítono Javier Franco, que supo dar vida con una voz empastada y de hermoso color a un personaje roto, y el tenor Pablo García López, muy justo en su breve y crucial papel.

Fabulosos los maestros de la Orquesta Titular del Teatro Real, a los que se le pedía un sonido transparente a veces y otras casi expresionista, todos bajo la dirección sin fallos, meticulosa e inspirada de Jordi Francés

Beckmesser – Tránsito. La vigila de la renuncia

Torres: Tránsito. Isaac Galán, María Miró, Anna Brull, Javier Franco Pablo García-LópezOrquesta Titular del Teatro Real. Dirección de escena: Eduardo Vasco. Dirección musical: Jordi Francés. 1 de junio 

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El formato de la ópera de cámara es uno de los refugios más interesantes de las últimas décadas. Sus dimensiones discretas incluyen un mayor espacio para la libertad de concepto a la vez que la cercanía permite un brindis a la intimidad, una intimidad no entendida desde la belleza sino como la posibilidad de asomarse a los infiernos propios de Sartre apenas salvaguardados por una barandilla.

Tránsito, de Jesús Torres, se basa en el original homónimo de Max Aub, y como cualquiera de sus textos apunta a muchos lugares con independencia de la fecha y lugar originales, y ninguno de ellos es cómodo para el espectador. Ocurre, en cierta manera, como con la Salomé de Wilde, que presenta lo monstruoso aunque en este caso de manera más cotidiana, presenciando una especie de vigilia de la renuncia narrada con sensibilidad y amor a lo complejo, sustentado por la noche en vela de Emilio, exiliado español en México que mantiene conversaciones reales e imaginarias con la mujer de su presente (Tránsito) y la de su pasado (Cruz). En ese marco Aub reflexiona sobre el coste y la conciencia del abandono, la certeza del desarraigo o la angustia de una paternidad fantasmal. Pero, por otro lado, Tránsito también es una de las primeras hijas del confinamiento (parte fundamental de la partitura de Torres salió de ahí), y la angustia lo sobrevuela todo de manera lúcida, como si se trataran de los techos agónicamente bajos que Orson Welles colocó a Anthony Perkins en su versión de El proceso de Kafka.

La partitura de Jesús Torres es extraordinaria en su hilo narrativo y en su multiplicidad referencial. Encontramos la disolución lírica del último Puccini, la de los últimos días de la inacabada Turandot. Un lirismo afilado, negro si se quiere, que mira a la noche del amor, no a su mediodía. Pero en las esquinas de la partitura aparecen Falla y sus procedimientos de refundación del folclore español, tal vez no es un patrón motívico concreto pero sí en su atmósfera. Y también los platos frotados que popularizara Howard Shore o la angustia percutida de Jerry Goldsmith. Nada de ello citado explícitamente, pero todo presente y sin menoscabo de la voz propia de Torres que se nutre de la realidad musical de todo tiempo y con un tratamiento vocal que abarca tres siglos. La tímbrica es privilegiada, sin hacer del desasosiego su única máxima pero con un uso muy inteligente de los registros extremos de los instrumentos.   

Jordi Francés es el director ideal para una partitura de estas características, con gesto claro y capacidad para el matiz sonoro y la construcción de atmósferas a largo plazo. Supo centrar el discurso hacia lo teatral y acometer una versión más hedonista en lo tímbrico en los interludios instrumentalesEl reparto se ajustó de manera precisa a lo pretendido, destacando la dramaturgia verosímil de Isaac Galán y el canto lírico y descarnado de la Cruz de María Miró

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