Scherzo – Pinturas bien coloreadas

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Madrid. Auditorio Nacional. 27-I-2020.  Joan Enric Lluna, clarinete. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director: Jordi Francés. Obras de Bartók, Torres y Shostakovich.

Por Arturo Reverter

El interés se centraba especialmente en el estreno del Concierto para clarinete de Jesús Torres, compositor un poco de vuelta de muchas cosas, dotado ya de una gramática muy propia, de un conocimiento y de una soltura de trazo de notable firmeza, claridad y solvencia. Sabe manejar acordes, variar texturas, enhebrar de forma coherente un discurso ameno y fluido. Aspectos que hemos podido reconocer en esta composición, en la que ha brillado la técnica limpia, sobria, equilibrada, bien matizada de Lluna, que ha sabido seguir con fantasía las propuestas de la mano creadora.

Son tres los movimientos, en una estructura de corte tradicional. El Allegro elettrico, tras un arranque súbito, deja paso inmediatamente al solista para que comience a dibujar fructuosos pasajes cadenciales. La tesitura tira hacia arriba y aparecen los glisandi. Sentimos lo acuciante de un discurso de impulso ‘motórico’ en el que no faltan las disonancias estratégicas. La calma llega poco antes de la cadencia resumidora. Se agita luego el discurso con trinos y ondulaciones variados y ágiles diseños. El Andante sinuoso expone una melodía bien conformada, larga, sobre la línea acolchada del tutti. Pintura etérea a la acuarela, revestida de leves resplandores. El clarinete se pierde en un acogedor silencio.

Con el Presto vibrante entramos en un desbordante movimiento que nos llega a ráfagas, con abundantes contratiempos y pasajes danzables animados por la dulce voz del solista, que participa activamente en el tourbillon final, en el que surgen pizzicati e imitaciones. Un brutal acellerando remata la amena partitura, que fue tocada magistralmente por ese virtuoso, de tan bello y cálido sonido, que es Lluna, acompañado con escrupulosidad por la fina batuta de Jordi Francés, un director a seguir, sobre todo en el repertorio del siglo XX y XXI, y que ha sido asistente a veces de relevantes batutas.

Él maneja la suya con seguridad, aplomo y soltura, cuadrando bien los gestos y batiendo con claridad y presteza más que con elegancia. Pero es muy eficaz, como pudo demostrar enseguida con una versión muy en su punto, irónica en ocasiones, rememorativa en otras, bien cuidada en los timbres y cantada convenientemente en los pasajes melódicos, incluidos aquellos en los que el compositor emplea citas rossinianas y wagnerianas, de la Sinfonía nº 15 de Shostakovich. Francés supo inaugurar la obra con finura arropando bien a la flauta y dando cauce a la progresiva incorporación del tutti. Se acertó, con la buena colaboración de la dispuesta agrupación comunitaria, a dotar de espumosidad a tantos pasajes de corte bien humorado.

Solemnes y afinados metales, quejumbroso chelo solista (bien Stockes) abrieron el Adagio, en el que la batuta, a veces bailona, supo imprimir el necesario aire de contrastante desolación, y donde comunicó la precisa energía que debe revestir cada una de las habituales expansiones marca de la pluma del creador ruso. Aire fúnebre en recuerdo de tantas otras obras salidas e su mano. Mucho humor del bueno en el restallante Allegretto y excelente proceso, con buen trabajo de la materia, de la lenta ascensión. No se disimuló, afortunadamente, lo corrosivo de las disonancias. Adecuado, delicado y evanescente cierre.

Unas bien aireadas Danzas campesinas del siempre estimulante Bartók folkórico nos hicieron ver la marcha, con baile incorporado, de Francés, que supo subrayar el lado más rústico de las piezas.

Jordi Francés, de Bartók a Ligeti

Jordi Francés, de Bartók a Ligeti

31 de enero de 2020.

Por Arturo Reverter

Dentro del estimulante ciclo Satélites de la Orquesta y Coro Nacionales, en el que se da paso a conciertos de cámara y a sesiones muy enjundiosas, con programas a veces insólitos, se anuncia para este viernes, 31, bajo el epígrafe Descubre XX-XXI, una sesión verdaderamente singular en la que se dan cita nada menos que La pregunta sin respuesta de Charles Ives, la Suite op. 14 de Bela Bartók (arreglo de Antal Dorati) y el Kammerkonzert de Ligeti, esta última sobre todo de insólita audición y demostrativa de la originalidad del compositor magiar, siempre dotado de una fantasía monumental, que supo componer para todo tipo de combinaciones, camerísticas, orquestales, vocales, instrumentales (son de una inventiva sensacional sus Estudios para piano). En su música siempre hay rasgos de la vida que nos rodea y nos empuja, detalles que nos tocan directamente las fibras emocionales. Se sentía, como dice su antiguo discípulo Sid McLauchlan, estimulado por el mundo circundante y en cada una de sus creaciones hay siempre un factor que abre la puerta de lo desconocido y que las distingue de las de cualquier otro compositor.

Este Concierto de cámara está planteado para vientos, piano, clave y cuerdas y data de los años 1969 y 1970. Fue Friedrich Cerha, uno de los apóstoles de la música contemporánea, quien lo estrenó en 1970 con su famoso grupo Die Reihe. Corrente, Calo, sostenuto, Movimento preciso e mecanico y Presto son sus cuatro partes. El compositor empleó aquí, algo nada insólito en él, texturas micropolifónicas. Una composición que, como las otras dos integrantes del programa, es muy apta para que el director de la sesión, el joven Jordi Francés, músico de amplia formación y gran defensor del repertorio de nuestros días, muestre su verdadera valía. Ha tocado otros muchos palillos como el de ejercer de ayudante de Josep Pons en el Liceo con títulos wagnerianos y straussianos, y de David Afkham, al que asiste con frecuencia en las temporadas de la OCNE.

Beckmesser – La ORCAM con Joan Enric Lluna y Jordi Francés, nunca acomodarse.

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Obras de Bartók, Torres y Shostakóvich. Joan Enric Lluna, clarinete. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Jordi Francés. Auditorio Nacional, Sala Sinfónica, Madrid. 28-I-2020.

 

Por Mario Muñoz Carrasco

 

La ORCAM ha destacado ya desde hace bastantes años por transitar con gusto ciertos repertorios poco manidos e hilvanar programas muy poco acomodaticios. Es, nunca se olvide, una necesidad invisible del oyente que apenas pueden cubrir las orquestas públicas, menos esclavas (o al menos así debería ser) de la taquilla. Se agradece, pues, poder escuchar dos de las muy bellas Canciones campesinas húngaras para orquesta de Bela Bartók en su versión orquestal, con inagotable gama de matices tímbricos y la fuerza rítmica que siempre aporta el sustrato folclórico. Ese “elogio de aldea” que pretende en último término el compositor húngaro, esa humildad de la vida rural y sus idealizados encantos, los reforzó la ORCAM gracias a unos trabajados unísonos iniciales. Las notas pedales y los aires de danza, subrayados por el gesto claro de Jordi Francés, supieron convocar toda la humanidad que destila la partitura, particularmente en “Ballads”.

La primera parte se completaba con el Concierto para clarinete y orquesta de Jesús Torres, obra compuesta en 2016 para el propio Joan Enric Lluna y que se estrenaba en la velada. La pieza, dividida en tres movimientos, requiere de Lluna un esfuerzo técnico considerable, y una variedad de recursos que no disimula un lirismo atomizado, de vuelo corto pero intenso. Colaboró con acierto el músico valenciano en la construcción tímbrica y en la exposición de acordes que el buen gusto de Torres supo orquestar expresivamente. En definitiva, un concierto bien expuesto y empaquetado por el director alicantino y con un segundo movimiento evocador y suntuoso.

La Sinfonía nº 15 de Shostakóvich es un laberinto sin salida, algo que el propio autor intuía ya como congénito a todas sus últimas creaciones. Inexplicable, cargada de referentes y veladas alusiones, supone un problema de equilibrios para cualquier orquesta, más importante aún que lo críptico de su sentido último. Jordi Francés supo priorizar y mantuvo un férreo control rítmico, con algunos emborronamientos de empaste en las entradas comprometidas de los metales y las llamadas a Guillermo Tell. Hubo cuidado en la gradación dinámica de los dos últimos movimientos y misterio en los compases finales, aunque faltó un punto de brillantez en la cuerda que ayudara a dulcificar el sarcasmo casi impertinente de la obra. Acabó el concierto y no hubo tantos bravos como en otras ocasiones, pero a veces la recompensa es abrir, aunque sea tímidamente, un resquicio de ventana para ese sol que nos espera.

ABC – La ORCAM redescubre a Jesús Torres

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Bela Bártok: «Canciones campesinas húngaras». Jesús Torres: «Concierto para clarinete y orquesta». Dmitri Shostakovich: «Sinfonía 15». Intérpretes: Joan Enric Lluna (clarinete), Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director: Jordi Francés. Lugar: Auditorio Nacional de Música.

Por Alberto González Lapuente.

El compositor Jesús Torres (Zaragoza, 1965) ha explicado en alguna entrevista su convicción de que el oficio y el talento se confunden. Sin embargo, la estética señala que los términos pueden diferir. El oficio hace referencia a la calidad del estilo, al trabajo constante, incluso a la dedicación permanente a una determinada disciplina. Torres ejemplifica perfectamente el caso. Una simple mirada a su catálogo de obras demuestra que componer es una necesidad vital que, más allá de lo coyuntural, empapa el tiempo sin apenas relajación. La habilidad adquirida por el ejercicio y la experiencia quedan de manifiesto la sucesión de obras que surge, una tras otra, al margen del estreno. En 2016, Jesús Torres escribió un «Concierto para clarinete y orquesta», con ayuda de una beca de la Fundación BBVA, y el lunes se escuchó por primera en interpretación de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, con Joan Enric Lluna a quien la obra está dedicada, y la dirección musical de Jordi Francés.

En este tiempo, cuatro años, una veintena larga de composiciones se han incorporado al catálogo. Quiere esto decir que la percepción sobre el hecho musical puede ser ahora diferente. Cualquiera que esté al tanto de las «hazañas» artísticas de Torres sabrá que la abundancia no significa acumulación puesto que cada partitura supone un reto y una indagación hacia una posible nueva proyección musical. La curiosidad y la reflexión son parte intrínseca de su música. También alguna que otra vocación como la voz, que en estos años ha inspirado una interesante relación de obras sobre textos y poemas de san Juan de la Cruz, Oscar Wilde, Juan Ramón Jiménez o el referencial Vicente Alexandre. Más a última hora, otras composiciones de raíz dramática en relación con Medea («Cinco momentos»), o el Apocalipsis de San Juan («Altera Bestia»).

Torres es sensible al hecho de que la música vocal, con su inevitable carga expresiva, propicie cambios en la gramática sonora. La historia lo demuestra y él lo deja percibir en su música a través de una intención vehemente, explícitamente manifestada en esta «nueva» obra en la denominación de las partes. El concierto se estructura en tres movimientos minuciosamente adjetivados («elettrico», «sinuoso» y «vibrante») y cuya realidad implica una posición elocuente antes que una aptitud anímica. El grado de abstracción de la obra impide cualquier sentido argumental aunque sea evidente una profunda y coherente narratividad. Las cortantes intervenciones de la orquesta y su sentido percutivo interrumpen pronto el discurso melódico del clarinete sorprendiendo por su aparente disfunción. Sin embargo, la alternancia se resuelve en un encuentro en el que la muy complicada parte del solista, extraordinariamente interpretada el lunes por Lluna, acaba por fusionarse en una posición compartida. Las cadencias del clarinete, particularmente compleja la del tercer movimiento, informan sobre la voluntad de transferir, desde una perspectiva contemporánea, un esquema formal que la experiencia histórica tiene perfectamente engrasado. La capacidad para «reinventar» un timbre orquestal pone de manifiesto la refinada escucha del compositor.

En Torres hay oficio, está claro. El concierto es una alarde de seguridad en el trazo y en la capacidad para superar con suficiencia las dificultades técnicas. La consecuencia es perceptible en el segundo movimiento. La entrada de la cuerda junto al solista enmarca su apariencia rapsódica en un entorno de exigente firmeza rítmica, algo muy propio de la música de Torres. Mientras, la obra se abre a una expansión sonora cuya simultaneidad alcanza desde el piccolo al contrabajo. Por contra, el final callado del clarinete es también una forma de convicción y una manera de incentivar la naturaleza afectiva de esta parte. El lunes, el efecto fue notable, a pesar de que abundaran las toses, las llamadas de los móviles y el ruido de los espectadores, algunos de ellos abandonando las sala en medio de esta obra y de las demás del programa. El público de la ORCAM es simpático, maduro y está fogueado en músicas no siempre fáciles, pero se ve que también hay días que entiende el concierto como una reunión informal.

El «Concierto para clarinete y orquesta» explica una manera diferente del hecho sonoro dentro del catálogo de Torres. Sin duda, el oficio tiene mucho que ver con la posibilidad de que artista depure su música y la haga más eficaz. Pero es que, además, en este caso, hay que hablar de brillantez en la práctica, de la facultad para someter a la propia voluntad el medio. Precisamente todo aquello que se engloba alrededor del talento. Un desempeño del que esta obra puede presumir, libre de condicionantes y profundamente personal. Torres ha escrito que las claves del concierto son la transparencia del acorde, el calado lírico y la consistencia virtuosística, lo que hace prevalecer el mensaje a la divagación y procura ganar la confianza del oyente sin perder un ápice de identidad.

El concierto está pensado para que el propio clarinetista sea también el director, asumiendo un doble rol. No fue así el lunes en un programa dirigido con solvencia y claridad por Jordi Francés, incluyendo la muy estimable versión de la obra de Torres. Se notó el trabajo de fondo. Sobre el escenario, a la orquesta le vino muy bien soltar los nervios con las «Canciones campesinas húngaras» de Béla Bártok en las que hubo rudeza y poco interés. Es una obra estimable y representativa de un estadio inicial todavía muy dependiente del folclore. Exactamente, la posición extrema a la postrera y misteriosa «Sinfonía 15» de Shostakovich, un juego musical plagado de citas crípticas. Tiene mucho mérito que se alcanzara tal grado de coherencia en la interpretación, en gran medida gracias a Jordi Francés, el gesto cómodo y la ideas bien posicionadas. Pero también a la orquesta que, al margen de la calidad más o menos regular de algunas intervenciones solistas, consiguió implicarse en una propuesta con sentido, dirección y depurada sonoridad.

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